Hace mucho tiempo que, siempre que alguien me pregunta la opinión con respecto a las pruebas de acceso a la universidad, digo que las quitaría y en su lugar pondría algo mucho más simple. La prueba consistiría en una redacción de tema libre en la lengua escogida por el alumno (sin una sola falta de ortografía, coherente y bien redactada) y en una prueba de cálculo básico (sumar, restar, multiplicar, dividir y alguna que otra ecuación de primer grado) sin calculadora. Todos me miran como si estuviera loca: los que no están en el sistema docente porque consideran que eso es algo tan básico que todos irían a la universidad, los que forman parte del sistema, sean profesores o alumnos, porque saben que eso es pedir mucho.
En los tiempos que corren ya nos hemos acostumbrado a batallar con textos de todo tipo. Yo, personalmente, suelo ser bastante selectiva. Si un texto está plagado de faltas de ortografía y no estoy obligada a leerlo, suelo dejarlo. Hago lo mismo cuando la prosa es farragosa y el nivel de legibilidad del texto es bajo. Pero, ¿qué pasa cuando resulta que estoy obligada a leer ese tipo de texto? ¿Y si encima resulta que, además de leerlo, se supone que tengo que trabajar sobre él para más tarde producir un trabajo digno? Muy sencillo: pasa que me cabreo como una mona. Y que acabo aquí, vomitando mi frustración en este blog.
Ayer tuve que entregar el ejercicio del módulo 3 de un postgrado en el cual estoy matriculada. Tenía que “trabajar” sobre 4 artículos. Uno de ellos estaba bien escrito. Uno. No voy a molestarme en felicitar a su autor. Considero que eso es lo mínimo que se puede exigir a alguien que pone el nombre de una universidad debajo del suyo al firmar un artículo. En cuanto a los otros tres, uno de ellos estaba rozando el límite de la legibilidad. Igual es porque lo escribieron entre unos cuantos y el hecho de que todos tuvieran que enterarse de lo que estaba escrito limitó la tendencia a la prosa inescrutable que parecen padecer muchos autores de artículos académicos.
El otro, firmado por una tal Almudena Orejas (Universidad Alfonso X el Sabio) nos regala perlas de este estilo:
“Resulta interesante comprobar que los documentos generados recientemente en este línea tienen una inspiración fenomenológica: el paisaje es entendido como algo esencial en la creación de identidades individuales y colectivas y en el que la percepción, la memoria, los usos, los ritos, las creencias tienen un destacado papel; estos textos acusan las mismas deficiencias y titubeos propios de nuestra investigación: un vocabulario difuso y ambiguo, la tentación de hacer de lo monumental el eje, la escasa imaginación que hace que frecuentemente la única vía de intervención propuesta sea la conservación fosilizadora y la ausencia de medios legales y financieros efectivos de intervención."
Si alguien se anima a hacer un análisis sintáctico de la frasecita en cuestión (102 palabras, por si alguien tiene curiosidad) por favor que me lo envíe, que me muero de ganas de verlo. Por cierto, lo de “este línea” es literal, no es que yo me haya equivocado al copiarlo. Todo el artículo estaba lleno de frases larguísimas, con subordinadas de las subordinadas de las subordinadas de las yuxtapuestas. Había párrafos que empezaban con conjunciones adversativas, o con una subordinada del párrafo anterior. Vamos, que lo difícil era encontrar una frase de menos de 50 palabras con estructura simple de sujeto + verbo + complementos. Igual es que lo de escribir claro y para que se entienda no es compatible con el artículo académico y yo todavía no me he enterado.
En cuanto al último artículo (firmado por un tal F. Xavier Hernàndez, Universitat de Barcelona) hay que reconocer que empezaba muy mal. Era un artículo en catalán y en la primera línea aparecía un verbo “es”, sin tilde. A lo largo de todo el artículo dicho verbo iba tomando y dejando la tilde arbitrariamente, de la misma forma que los verbos reflexivos iban tomando y dejando los guiones, y que algunas palabras aparecían con dos tildes (epistemológica, concretamente, en la primera columna del artículo) y otras aparecían escritas de forma diferente. También aparecían los adverbios de modo puestos al modo español, es decir, con el “ment” en el segundo en lugar de en el primero, que es la forma correcta de ponerlos en catalán. El clímax llegó con un “donarlis” que me llenó el cuerpo de... de mal rollo, de cabreo, de ganas de dejar el papelito ya o de darle un uso práctico y sensato al usarlo para encender el fuego de la chimenea. Y también de ganas de reclamar, a quien fuera, de la misma manera que quiero reclamar, porque considero que me han vendido un producto defectuoso, cada vez que me encuentro una falta de ortografía en un subtítulo de un DVD.
No creo que esperar que el material de estudio de un curso sea legible y no tenga faltas de ortografía sea pedir mucho. Tampoco creo que esperar que los artículos que salen de las universidades, o que son producidos por los miembros de las mismas, cumplan con unos mínimos. De hecho hace muchos años que estoy totalmente convencida de que un profesor universitario no puede permitirse entregar nada, NADA en absoluto, con una sola falta de ortografía. Me pregunto si soy la única que se siente así al respecto.
Yo sé que jamás me atrevería a publicar un artículo como los de la señora Oreja y el señor Hernández. No dudo en absoluto de su sabiduría en relación con su campo específico, pero sí tengo muy claro que, por muy preparada que me sintiera en relación a una materia determinada, jamás publicaría algo si no estuviera totalmente convencida de que no hay errores garrafales de ningún tipo, y de que el texto es correcto a todos los niveles. También tengo muy claro que no obligaría jamás a ningún alumno mío a trabajar con un texto así, ni aunque fuera lo único que se ha publicado acerca de un tema concreto a lo largo de la historia. Quizá si todos los docentes fueran como yo, algunos “autores” se verían obligados a contar con la ayuda de alguien que revisara sus textos antes de ser publicados.